Manteniendo absolutamente los mismos rasgos morales y adaptándolos a una existencia física infinitamente inferior a la que acaba de ser trazada, se obtenía el retrato del OBISPO DE ***, hermano del duque de Blangis. Igual negrura de alma, igual inclinación al crimen, igual desprecio por la religión, igual ateísmo, igual trapacería, el ingenio más ágil y más diestro, sin embargo, y may or arte en hacer caer a sus víctimas, pero un cuerpo esbelto y ligero, pequeño y canijo, una salud vacilante, unos nervios muy delicados, una búsqueda may or en los placeres, unas facultades mediocres, un miembro muy común, pequeño incluso, pero aprovechado con tal arte y perdiendo siempre tan poco que su imaginación incesantemente inflamada le hacía tan frecuentemente susceptible como su hermano de saborear el placer; aparte de unas sensaciones de tal finura, y una irritación del sistema nervioso tan prodigiosa, que se desvanecía con frecuencia en el instante de su ey aculación y perdía casi siempre el conocimiento al terminar. Tenía cuarenta y cinco años de edad, las facciones muy finas, ojos bastante bonitos, pero una fea boca y unos feos dientes, el cuerpo blanco, sin vello, el culo pequeño, pero bien hecho, y el pene de 5 pulgadas de perímetro por 10 de longitud. Idólatra de la sodomía activa y pasiva, pero más aún de esta última, pasaba su vida haciéndose encular, y este placer que jamás exige un gran consumo de fuerza se ajustaba perfectamente a la pequeñez de sus medios. Hablaremos después de sus restantes gustos. Respecto a los de la mesa, los llevaba casi tan lejos como su hermano, pero ponía en ello un poco más de sensualidad. Monseñor, tan malvado como su hermano may or, guardaba en su poder unos rasgos que le igualaban sin duda con las célebres acciones del héroe que acabamos de pintar. Nos contentaremos con citar uno; bastará para mostrar al lector hasta dónde podía llegar un hombre semejante y lo que sabía y podía hacer, habiendo hecho lo que se leerá. Uno de sus amigos, hombre enormemente rico, había tenido tiempo atrás una relación con una muchacha de buena familia, de la que había tenido dos hijos, una niña y un niño. Sin embargo, jamás había podido casarse con ella, y la damisela se había convertido en esposa de otro. El amante de esta infortunada murió joven, pero poseedor, sin embargo, de una inmensa fortuna; sin ningún pariente del que preocuparse, planeó dejar todos sus bienes a los dos desdichados frutos de su relación. En el lecho de muerte, confió su proy ecto al obispo y le encargó esas dos dotes inmensas, que repartió en dos carteras iguales y que entregó al obispo recomendándole la educación de los dos huérfanos y que les entregara a cada uno de ellos lo que les correspondía tan pronto como alcanzaran la edad prescrita por las ley es. Encareció al mismo tiempo al prelado que manejara hasta entonces los fondos de sus pupilos, a fin de doblar su fortuna. Le testimonió al mismo tiempo que tenía la intención de dejar ignorar eternamente a la madre lo que hacía por sus hijos y que exigía absolutamente que jamás se le hablara de ello. Tomadas estas disposiciones, el moribundo cerró los ojos, y monseñor se vio dueño de cerca de un millón en billetes de banco y de dos criaturas. El malvado no titubeó mucho tiempo en tomar una decisión: el moribundo solo había hablado con él, la madre debía de ignorarlo todo, las criaturas solo tenían cuatro o cinco años. Explicó que su amigo al expirar había dejado sus bienes a los pobres, y aquel mismo día el bribón se apoderó de ellos. Pero no le bastaba con arruinar a las dos desdichadas criaturas; el obispo, que jamás cometía un crimen sin concebir al instante otro nuevo, fue, provisto del consentimiento de su amigo, a retirar a las criaturas de la oscura pensión en la que se les educaba, y las colocó en casa de personas de su confianza, decidiendo desde entonces no tardar en utilizarlas a ambas para sus pérfidas voluptuosidades. Esperó hasta que cumplieran los trece años. El chiquillo fue el primero en alcanzar esta edad; se sirvió de él, lo doblegó a todos sus desenfrenos y, como era extremadamente guapo, se divirtió con él cerca de ocho días. Pero la pequeña no tuvo tanto éxito: llegó muy fea a la edad prescrita, sin que nada detuviera, sin embargo, el lúbrico furor de nuestro malvado. Satisfechos sus deseos, temió que, si dejaba con vida a las criaturas, no acabaran descubriendo algo del secreto que les afectaba. Las condujo a una propiedad de su hermano y, seguro de recuperar en un nuevo crimen las chispas de lubricidad que el goce acababa de hacerle perder, inmoló a ambas a sus feroces pasiones, y acompañó su muerte de episodios tan picantes y tan crueles que su voluptuosidad renació en el seno de los tormentos a que las sometió. Desgraciadamente el secreto es muy seguro, y no hay libertino un poco instalado en el vicio que no sepa qué poder ejerce el asesinato sobre los sentidos y cuán voluptuosamente determina una ey aculación. Es una verdad de la que conviene que el lector se prevenga, antes de emprender la lectura de una obra que debe desarrollar este sistema. Tranquilo ahora respecto a todos los acontecimientos, monseñor regresó a París para disfrutar del fruto de sus fechorías, y sin el mínimo remordimiento por haber traicionado las intenciones de un hombre imposibilitado por su situación de experimentar ni dolor ni placer. EL PRESIDENTE DE CURVAL era el decano de la sociedad. Con cerca de sesenta años, y singularmente deteriorado por el desenfreno, ofrecía poco más que un esqueleto. Era alto, enjuto, flaco, con ojos hundidos y apagados, una boca lívida y malsana, la barbilla respingona, la nariz larga. Cubierto de pelos como un sátiro, espalda recta, nalgas blandas y caídas que más parecían dos trapos sucios flotando en lo alto de sus muslos; la piel tan ajada a fuerza de latigazos que se podía enroscar alrededor de los dedos sin que él lo notara. En medio de eso se ofrecía, sin que fuera preciso abrirlo, un orificio inmenso cuy o diámetro enorme, olor y color le hacían parecerse más a un agujero de excusado que al agujero de un culo; y, para colmo de encantos, entraba en los hábitos de este puerco de Sodoma dejar siempre esa parte en tal estado de suciedad que se veía incesantemente a su alrededor un rodete de 2 pulgadas de espesor. Al final de un vientre tan arrugado como lívido y fofo, se descubría, en un bosque de pelos, un instrumento que, en estado de erección, podía tener 8 pulgadas de longitud por 7 de contorno; pero este estado era muy excepcional, y se precisaba una furiosa serie de circunstancias para determinarlo. Se producía, sin embargo, por lo menos dos o tres veces por semana, y el presidente enfilaba entonces indistintamente todo tipo de agujero, aunque el del trasero de un chiquillo le resultara infinitamente más precioso. El presidente se había hecho circuncidar, de modo que la cabeza de su polla jamás estaba recubierta, ceremonia que facilita mucho el placer y a la que deberían someterse todas las personas voluptuosas. Pero uno de sus objetivos es mantener esta parte más limpia: nada más lejos de que esto se cumpliera en Curval, pues tan sucio de este lado como en el otro, esta cabeza descapullada, y a naturalmente muy gruesa, se ensanchaba ahí por lo menos una pulgada de circunferencia. Igualmente sucio en toda su persona, el presidente, que a esto unía gustos por lo menos tan marranos como su persona, se volvía un personaje cuy a proximidad bastante maloliente no era para gustar a todo el mundo: pero sus colegas no eran personas que se escandalizaran por tan poco, y ni se mencionaba. Pocos hombres había habido tan lascivos y tan libertinos como el presidente; pero totalmente hastiado, totalmente embrutecido, no le quedaba más que la depravación y la crápula del libertinaje. Necesitaba más de tres horas de excesos, y de los excesos más infames, para conseguir una sensación voluptuosa. En cuanto a la ey aculación, aunque se produjera en él con mucha may or frecuencia que la erección y casi una vez al día, era sin embargo muy difícil de conseguir, o solo se obtenía con cosas tan singulares, y con frecuencia tan crueles o tan sucias, que los agentes de sus placeres renunciaban muchas veces, y esto le producía una especie de cólera lúbrica que en ocasiones por sus efectos funcionaba mejor que sus esfuerzos. Curval estaba tan hundido en el cenagal del vicio y del libertinaje que le resultaba imposible hablar de otra cosa. Tenía incesantemente las más sucias expresiones tanto en la boca como en el corazón, y las entremezclaba de la manera más enérgica con blasfemias e imprecaciones surgidas siempre del auténtico horror que sentía, al igual que sus colegas, por todo lo relacionado con la religión. Este desorden de ánimo, aumentado aún más por la ebriedad casi continua en la que le gustaba mantenerse, le daba desde hacía varios años un aspecto de imbecilidad y de embrutecimiento que, según decía, le resultaba extremadamente delicioso. Nacido tan glotón como borracho, solo él era capaz de enfrentarse al duque, y en el curso de esta historia, le veremos realizar proezas de este tipo que asombrarán sin duda a nuestros más célebres comilones. Curval llevaba unos diez años sin ejercer su cargo, no solo porque y a no estaba capacitado para ello, sino porque creo también que, aunque hubiera podido, le habrían rogado que no lo hiciera en toda su vida. Curval había llevado una vida muy libertina, le eran familiares todo tipo de descarríos, y los que le conocían un poco sospechaban que debía a dos o tres asesinatos execrables la inmensa fortuna de que disfrutaba. Sea como fuere, en la siguiente historia, de manera verosímil este tipo de exceso poseía el arte de conmoverle poderosamente, y a esa aventura que, desdichadamente, tuvo una cierta notoriedad, debió su exclusión del Tribunal. La referiremos para dar al lector una idea de su carácter. Curval tenía en la vecindad de su palacete un desdichado mozo de cuerda que, padre de una niña encantadora, cometía la ridiculez de tener sentimientos. En veinte ocasiones por lo menos mensajes de todo tipo habían intentado corromper al desdichado y a su mujer con unas proposiciones relativas a su joven hija sin conseguir quebrantarles, y Curval, director de estas embajadas y a quien la multiplicación de los rechazos no hacía sino irritar, y a no sabía qué hacer para disfrutar de la joven y para someterla a sus libidinosos caprichos, cuando tuvo la sencilla ocurrencia de torturar en la rueda al padre para conducir a la hija a su lecho. El recurso fue tan bien pensado como ejecutado. Dos o tres tunantes pagados por el presidente se encargaron de ello, y antes de fin de mes el desdichado mozo de cordel se vio envuelto en un crimen imaginario que parecía que se había cometido en su puerta y que le condujo inmediatamente a las mazmorras de la Conciergerie. El presidente, como es fácil suponer, se hizo cargo inmediatamente del caso, y como no tenía ganas de que se arrastrara, en tres días, gracias a sus pillerías y a su dinero, el desdichado mozo de cordel fue condenado a la tortura de la rueda en vivo, sin haber cometido jamás otros crímenes que los de querer conservar su honor y mantener el de su hija. En esto, recomenzaron las proposiciones. Fueron a buscar a la madre, se le dijo que solo dependía de ella salvar a su marido, que, si ella satisfacía al presidente, estaba claro que arrancaría a su marido de la suerte horrible que le esperaba. No cabía duda. La mujer consultó: ellos sabían muy bien a quiénes se dirigiría, compraron los consejos, y le respondieron sin titubear que no debía vacilar ni un instante. La propia infortunada lleva llorando a su hija a los pies de su juez; este promete todo lo que se quiera, pero no tenía la menor intención de mantener su palabra. No solamente temía, de mantenerla, que el marido salvado armara un escándalo al ver a qué precio habían puesto su vida, sino que el malvado sentía incluso un deleite mucho más agudo en hacerse entregar lo que quería sin verse obligado a hacer nada. A cambio se había ofrecido a ese respecto episodios malvados a su espíritu con los que sentía aumentar su pérfida lubricidad; y he aquí lo que hizo para introducir en la escena toda la infamia y toda la salacidad posible. Su palacete se hallaba enfrente de un lugar donde a veces se ejecutaban los criminales en París, y como el delito se había cometido en aquel barrio, consiguió que la ejecución se realizara en la plaza de marras. A la hora indicada, reunió en su casa a la mujer y a la hija del desdichado. Todo estaba bien cerrado del lado que daba a la plaza, de manera que desde los apartamentos donde mantenía a sus víctimas no se veía nada de lo que allí podía ocurrir. El malvado, que conocía la hora exacta de la ejecución, eligió ese momento para desvirgar a la chiquilla en brazos de su madre, y todo se resolvió con tanta destreza y precisión que se corría en el culo de la hija en el momento en que su padre expiraba. Tan pronto como terminó, dijo a sus dos princesas abriendo una ventana que daba a la plaza: « Venid a ver, venid a ver como he cumplido mi palabra» . Y las desdichadas vieron, una a su padre, otra a su marido, expirando bajo el hierro del verdugo. Ambas cay eron desmay adas, pero Curval lo había previsto todo: aquel desvanecimiento era su agonía, las dos estaban envenenadas, y jamás volvieron a abrir los ojos. Por muchas precauciones que tomó para envolver todo este acto con las sombras del más profundo misterio, algo, de todos modos, traslució: se ignoró la muerte de las mujeres, pero hubo vivas sospechas de prevaricación en el caso del marido. El motivo fue a medias conocido, y de todo ello resultó finalmente su jubilación. A partir de aquel momento, Curval, no teniendo y a ningún decoro que mantener, se precipitó en un nuevo océano de errores y de crímenes. Se hizo buscar víctimas por todas partes, para inmolarlas a la perversidad de sus gustos. Por un atroz refinamiento de crueldad, y sin embargo muy fácil de entender, la clase más desgraciada era la que prefería para lanzar los efectos de su pérfida rabia. Tenía varias mujeres que buscaban para él noche y día, en los desvanes y en las zahúrdas, todo lo que la miseria podía ofrecer de más abandonado, y con el pretexto de socorrerles, o les envenenaba, cosa que era uno de sus más deliciosos pasatiempos, o les atraía a su casa y les inmolaba él mismo a la perversidad de sus gustos. Hombres, mujeres, criaturas, todo era bueno para su pérfida rabia, y cometía excesos que habrían llevado mil veces su cabeza a un cadalso, de no ser porque su nombre y su oro le preservaron mil veces. Es fácil imaginar que un ser semejante no tenía más religión que sus dos colegas; la detestaba sin duda tan soberanamente como ellos, pero tiempo atrás había hecho más para extirparla de los corazones, pues, aprovechando el ingenio que poseía para escribir contra ella, era autor de varias obras cuy os efectos habían sido prodigiosos y estos éxitos, que recordaba incesantemente, eran también una de sus más apreciadas voluptuosidades. Cuanto más multiplicamos los objetos de nuestros placeres… Colocar ahí el retrato de Durcet, tal como está en el cuaderno 18, encuadernado en rosa, Juego, después de haber terminado el retrato con estas palabras del cuaderno: …los débiles años de la infancia, continuar así: DURCET tiene cincuenta y tres años, es de pequeña estatura, gordo, robusto, rostro agradable y fresco, la piel muy blanca, todo el cuerpo, y principalmente las caderas y las nalgas, absolutamente como una mujer; su culo es fresco, gordo, firme y rollizo, pero excesivamente abierto por el hábito de la sodomía; su polla es extraordinariamente pequeña: apenas 2 pulgadas de perímetro por 4 de longitud; no empalma en absoluto; sus ey aculaciones son escasas y muy penosas, poco abundantes y siempre precedidas de espasmos que le sumen en una especie de furor que le lleva al crimen; tiene el pecho como de mujer, una voz dulce y agradable, y es muy virtuoso en público, aunque su mente sea por lo menos tan depravada como la de sus colegas; compañero de escuela del duque, siguen divirtiéndose diariamente juntos, y uno de los may ores placeres de Durcet es hacerse cosquillear el ano por el enorme miembro del duque. Así son en una palabra, querido lector, los cuatro malvados con los que voy a hacerte pasar unos cuantos meses. Te los he descrito lo mejor que he podido para que los conozcas a fondo y nada te sorprenda en el relato de sus diferentes extravíos. Me ha sido imposible entrar en el detalle particular de sus gustos: habría dañado el interés y el plan general de esta obra divulgándotelos. Pero a medida que el relato avance, bastará con seguirlos con atención, y se discernirá fácilmente sus pequeños pecados habituales y el tipo de manía voluptuosa que más complace a cada cual en concreto. Todo lo que ahora puede decirse, en líneas generales, es que eran generalmente susceptibles al gusto de la sodomía, que los cuatro se hacían encular regularmente, y que los cuatro adoraban los culos. El duque, sin embargo, debido a la inmensidad de su construcción y más, sin duda, por crueldad que por gusto, jodía también los coños con el may or placer. El presidente a veces también, pero más raramente. En cuanto al obispo, los detestaba tan soberanamente que su solo aspecto le hubiera hecho desempalmar por seis meses. Solo había jodido uno en toda su vida, el de su cuñada, y con la intención de tener una criatura que pudiera procurarle un día los placeres del incesto; y a vimos que lo había conseguido. Respecto a Durcet, idolatraba el culo por lo menos con tanto ardor como el obispo, pero disfrutaba de él más accesoriamente; sus ataques favoritos se dirigían a un tercer templo. La continuación nos desvelará este misterio. Acabamos los retratos esenciales para la comprensión de esta obra y damos ahora a los lectores una idea de las cuatro esposas de estos respetables maridos. ¡Qué contraste! CONSTANCE, esposa del duque e hija de Durcet, era una mujer alta, delgada, digna de ser pintada y modelada como si las Gracias se hubieran complacido en embellecerla. Pero la elegancia de su estatura no dañaba en nada a su frescura: no por ello era menos lozana y rolliza, y las formas más deliciosas, ofreciéndose debajo de una piel más blanca que los lirios, conseguían que uno imaginara con frecuencia que el propio Amor se había encargado de modelarla. Su rostro era un poco alargado, sus facciones extraordinariamente nobles, con más majestad que simpatía y más grandeza que finura. Sus ojos eran grandes, negros y llenos de fuego, su boca extremadamente pequeña y adornada con los más hermosos dientes que imaginarse puedan; tenía la lengua fina, estrecha, del más hermoso rosicler, y su aliento era más dulce que el mismo aroma de la rosa. Tenía el pecho generoso, muy redondo, de una blancura y una firmeza alabastrina; sus lomos, extraordinariamente combados, llevaban, por una caída deliciosa, al culo más exactamente y más artísticamente tallado que la naturaleza había producido en mucho tiempo. Era completamente redondo, no muy grueso, pero firme, blanco, rollizo y entreabriéndose únicamente para mostrar el agujerito más limpio, gracioso y delicado; un tierno matiz rosado coloreaba este culo, encantador asilo de los más dulces placeres de la lubricidad. Pero ¡Dios mío, cuán poco tiempo conservó tantos atractivos! Cuatro o cinco ataques del duque marchitaron pronto todas las gracias, y Constance, después de su matrimonio, no tardó en ser la imagen de un bello lirio que la tempestad acaba de deshojar. Dos muslos redondos y perfectamente moldeados sostenían otro templo, menos delicado sin duda, pero que ofrecía al sectario tantos atractivos que mi pluma se empeñaría inútilmente en describir. Constance era casi virgen cuando el duque la esposó, y su padre, el único hombre que ella había conocido, la había, como hemos dicho, dejado perfectamente intacta por ese lado. Los más hermosos cabellos negros que caían en bucles naturales por encima de los hombros y, cuando quería, hasta el bonito pelo del mismo color que sombreaba el voluptuoso coñito, se volvían un nuevo adorno que me hubiera parecido culpable omitir, y acababan de prestar a esta criatura angelical, de unos veintidós años de edad, todos los encantos que la naturaleza puede prodigar a una mujer. A todos estos atractivos, Constance unía un espíritu justo, agradable, e incluso más elevado de lo que hubiera debido ser en la triste situación en que la había situado la suerte, cuy o horror ella percibía claramente, y habría sido sin duda mucho más feliz con una sensibilidad menos delicada. Durcet, que la había educado más como una cortesana que como una hija y que se había ocupado más de darle talento que buenas costumbres, no había podido, sin embargo, destruir en su corazón los principios de honestidad y de virtud que parecía que la naturaleza se había complacido en grabar. No tenía religión, jamás le habían hablado de ella, jamás habían soportado que ejerciera ninguna práctica, pero todo esto no había apagado en ella ese pudor, esa modestia natural, independientes de las quimeras religiosas y que, en un alma honesta y sensible, se borran con mucha dificultad. Nunca había abandonado la casa de su padre, y el malvado, desde la edad de doce años, la había utilizado para sus crapulosos placeres. Ella encontró mucha diferencia en los que el duque saboreaba con ella; su físico se alteró sensiblemente de esta distancia enorme, y a la mañana siguiente de que el duque la desvirgara sodomíticamente, cay ó gravemente enferma: crey eron su recto totalmente perforado. Pero su juventud, su salud, y el efecto de algunos medicamentos, no tardaron en devolver al duque el uso de este camino prohibido, y la desdichada Constance, obligada a acostumbrarse a este suplicio diario que no era el único, se restableció por completo y se habituó a todo. ADÉLAÏDE, esposa de Durcet e hija del presidente, era una beldad quizá superior a Constance, pero de un tipo completamente distinto. Tenía veinte años de edad, bajita, delgada, extremadamente débil y delicada, digna de ser pintada, los más hermosos cabellos rubios del mundo. Un aire de interés y de sensibilidad, esparcido por toda su persona y principalmente en sus facciones, le daba el aspecto de una heroína de novela. Sus ojos, extraordinariamente grandes, eran azules; expresaban a la vez la ternura y la decencia. Dos largas y finas cejas, pero singularmente trazadas, adornaban una frente poco amplia, pero de tal nobleza, de tal atractivo, que diríase que era el templo mismo del pudor. Su nariz estrecha, un poco ceñida por arriba, descendía insensiblemente en una forma semiaquilina. Sus labios eran finos, bordeados del más vivo rosicler, y su boca un poco grande, el único defecto de su celestial fisonomía, solo se abría para dejar ver 32 perlas que la naturaleza parecía haber sembrado entre rosas. Tenía el cuello un poco largo, singularmente modelado, y, por un hábito bastante natural, la cabeza siempre un poco inclinada sobre el hombro derecho, sobre todo cuando escuchaba; pero ¡cuánta gracia le confería esta interesante actitud! El pecho era pequeño, muy redondo, muy firme y muy enhiesto, pero apenas bastaba para llenar la mano; era como dos manzanitas que el Amor, como retozando, había traído allí del jardín de su madre. El torso estaba un poco hundido, y además lo tenía muy delicado. Su vientre era liso y como de satén; un pequeño montículo rubio poco poblado servía de peristilo al templo donde Venus parecía exigir su homenaje. Este templo era estrecho, hasta el punto de no poder ni siquiera introducir un dedo sin hacerla gritar, y sin embargo, gracias al presidente, desde hacía cerca de dos lustros, la pobre niña no era virgen, ni por allí, ni por el lado delicioso que todavía nos queda por dibujar. ¡Cuántos atractivos poseía este segundo templo, qué línea de flancos, qué corte de nalgas, cuánta blancura y rosicler reunidas!, pero el conjunto era un poco pequeño. Delicada en todas sus formas, Adélaïde era más el esbozo que el modelo de la belleza; parecía que la naturaleza solo hubiera querido indicar en Adélaïde lo que había pronunciado tan majestuosamente en Constance. Si se entreabría aquel culo delicioso, aparecía un capullo de rosa, que la naturaleza quería presentar en toda su frescura y en el más tierno rosicler. Pero ¡qué estrecho!, ¡qué pequeñez!, solo con infinitos esfuerzos el presidente lo había conseguido, y no había podido renovar esos asaltos más que dos o tres veces. Durcet, menos exigente, la hacía poco desdichada a este respecto, pero desde que era su mujer, ¿con cuántas otras complacencias crueles, con qué cantidad de otras peligrosas sumisiones no tenía que compensar este pequeño favor? Y además, entregada a los cuatro libertinos, como lo estaba por el acuerdo tomado, ¡cuántos crueles asaltos le quedaban por soportar, tanto en el estilo del que Durcet le perdonaba como en todos los demás! Adélaïde tenía el espíritu que sugería su rostro, o sea extremadamente novelesco; buscaba con el may or placer los lugares solitarios, y con frecuencia vertía en ellos lágrimas involuntarias, lágrimas que apenas se analizan y que diríase que el presentimiento arranca a la naturaleza. Había perdido, hacía poco tiempo, a una amiga que idolatraba, y esta terrible pérdida se presentaba incesantemente a su imaginación. Como conocía a su padre a la perfección y sabía hasta qué punto llevaba el extravío, estaba persuadida de que su joven amiga se había convertido en víctima de las perversidades del presidente, porque nunca había logrado convencerla para que le concediera determinadas cosas, y el hecho no carecía de fundamento. Se imaginaba que algún día le haría a ella algo parecido, cosa nada improbable. El presidente no había tenido con ella, respecto a la religión, la misma atención que Durcet se había tomado por Constance, pues había dejado nacer y fomentar el prejuicio, pensando que sus discursos y sus libros lo destruirían fácilmente. Se equivocó: la religión es el alimento de un alma de la complexión de la de Adélaïde. Por mucho que predicara el presidente, y le hiciera leer, la joven siguió devota, y todos los extravíos que ella no compartía, que odiaba y de los que era víctima, no conseguían sino reafirmarla en las quimeras que constituían la dicha de su vida. Se ocultaba para rezar a Dios, se escondía para cumplir sus deberes de cristiana, y siempre era castigada muy severamente, o por su padre, o por su marido, tan pronto como el uno o el otro lo descubría. Adélaïde sufría todo con paciencia, convencidísima de que el Cielo un día la compensaría. Su carácter, además, era tan dulce como su espíritu, y su beneficencia, una de las virtudes que la hacían más detestable para su padre, llegaba hasta el exceso. Curval, irritado contra esta clase vil de la indigencia, solo procuraba humillarla, envilecerla aún más o encontrar víctimas en ella; su generosa hija, por el contrario, habría prescindido de su propia subsistencia para buscar la del pobre, y a menudo se la había visto ir a llevarle a escondidas todas las sumas destinadas a sus placeres. Al fin Durcet y el presidente la reprendieron y la amonestaron tanto que la corrigieran de este abuso y le quitaron absolutamente todos los medios. Adélaïde, no teniendo más que lágrimas para ofrecer al infortunio, iba todavía a derramarlas sobre sus males, y su corazón impotente, pero siempre sensible, no podía dejar de ser virtuoso. Supo un día que una desdichada mujer se disponía a prostituir a su hija para el presidente porque la extrema necesidad la obligaba a hacerlo. El encantado libertino y a se preparaba para este placer que era de los que más le complacían; Adélaïde hizo vender en secreto uno de sus trajes, para que entregaran a continuación el dinero a la madre y la desvió, mediante esta pequeña ay uda y algún sermón, del crimen que iba a cometer. Enterado de ello el presidente (su hija todavía no estaba casada), se entregó contra ella a tantas violencias que su hija pasó 15 días en la cama, y todo eso sin que nada pudiera detener el efecto de los tiernos movimientos de esta alma sensible. JULIE, esposa del presidente e hija menor del duque, habría eclipsado a las dos anteriores de no ser por un defecto capital para muchas personas, y que quizás era lo único que había decidido la pasión de Curval por ella, hasta tal punto es cierto que los efectos de las pasiones son inconcebibles y que su desorden, fruto del hastío y de la saciedad, solo puede compararse a sus grandes extravíos. Julie era alta, bien formada, aunque muy gorda y muy rolliza, los más hermosos ojos oscuros imaginables, la nariz encantadora, las facciones notables y graciosas, los más hermosos cabellos castaños, el cuerpo blanco y deliciosamente gordo, un culo que hubiera podido servir de modelo para el que esculpió Praxiteles, el coño caliente, estrecho y de un disfrute tan agradable como pueda serlo semejante local, la pierna hermosa y el pie encantador, pero la boca peor adornada, los dientes más infectos, y una suciedad habitual en todo el resto del cuerpo, y principalmente en los dos templos de la lubricidad, que ningún otro ser, repito, ningún otro ser salvo el presidente, sometido a los mismos defectos y amándolos sin duda, ningún otro ser seguramente, pese a todos sus atractivos, se hubiera quedado con Julie. Pero Curval estaba loco por ella: recogía sus más divinos placeres de esa boca hedionda, llegaba al delirio besándola, y en cuanto a su suciedad natural, lejos de reprochársela, le excitaba tanto que había conseguido finalmente que estableciera un total divorcio con el agua. A estos defectos de Julie se sumaban algunos otros, pero menos desagradables sin duda: era muy glotona, sentía inclinación por la bebida, tenía escasa virtud, y creo que, de haberse atrevido, el puterío la habría asustado muy poco. Educada por el duque en un abandono total de principios y de buenas costumbres, adoptaba en buena parte esta filosofía, y no cabe duda de que podía ser un súbdito de ella; pero, por un efecto también muy extravagante del libertinaje, sucede con frecuencia que una mujer con nuestros defectos nos gusta mucho menos para nuestros placeres que otra que solo posea virtudes: la una se nos parece, no la escandalizamos; la otra se asusta, y hete ahí un clarísimo atractivo de más. El duque, pese a la enormidad de su construcción, había disfrutado de su hija, pero se había visto obligado a esperar hasta los quince años, y pese a ello no había podido impedir que quedara muy dañada por la aventura, hasta el punto de que, deseando casarla, se vio obligado a interrumpir sus goces y a contentarse con placeres menos peligrosos, aunque por lo menos igual de fatigosos. Julie ganaba poco con el presidente, cuy a polla sabemos que era muy gruesa, y además por sucia que ella fuera debido a su negligencia, no se ajustaba en absoluto a la porquería libertina del presidente, su querido esposo. ALINE, hermana pequeña de Julie y, en verdad, hija del obispo, estaba muy alejada tanto de las costumbres como del carácter y los defectos de su hermana. Era la más joven de las cuatro: apenas tenía dieciocho años; una carita picante, fresca y casi traviesa, una naricita respingona, unos ojos oscuros llenos de vivacidad y de expresión, una boca deliciosa, un talle esbelto aunque menudo, metida en carnes, la piel un poco oscura, pero suave y bonita, el culo un poco gordo, pero bien moldeado, el conjunto de las nalgas más voluptuoso que se pueda ofrecer a la vista del libertino, un pubis oscuro y bonito, el coño un poco bajo, el llamado a la inglesa, pero muy estrecho, y, cuando fue ofrecida a la asamblea, ella era totalmente virgen. Seguía siéndolo en la fiesta cuy a historia escribimos, y y a veremos cómo fueron arrebatadas estas primicias. Respecto a las del culo, el obispo llevaba ocho años disfrutando tranquilamente de ellas todos los días, pero sin conseguir que su querida hija se aficionara, porque, pese a su aire travieso y alegre, solo se prestaba a ello por obediencia y todavía no había demostrado que el más ligero placer le hiciera compartir las infamias de las que era diariamente víctima. El obispo la había dejado en una ignorancia profunda; apenas sabía leer y escribir, e ignoraba por completo lo que era la religión. Su espíritu natural tendía a la niñería, contestaba chistosamente, jugaba, quería mucho a su hermana, detestaba soberanamente al obispo y temía al duque como al fuego. El día de bodas, cuando se vio desnuda en medio de cuatro hombres, lloró, e hizo todo lo que le pidieron, sin placer y sin humor. Era sobria, muy limpia y no tenía más defecto que un exceso de pereza, la indolencia dominaba en todas sus acciones y en toda su persona, pese al aire de vivacidad que sus ojos anunciaban. Detestaba al presidente casi tanto como a su tío, y Durcet, pese a que la trataba sin miramientos, era, sin embargo, el único por el que no parecía sentir ninguna repugnancia. Así eran, pues, los ocho principales personajes con los que vamos a hacerte vivir, mi querido lector. Ya es hora de desvelarte ahora el objeto de los singulares placeres que se proponían. Es de recibo, entre los verdaderos libertinos, que las sensaciones comunicadas por el órgano del oído son las que más halagan e impresionan más vivamente. En consecuencia, nuestros cuatro malvados, que querían que la voluptuosidad impregnara su corazón cuanto antes y con la may or profundidad posible, habían imaginado para ello una cosa bastante singular. Se trataba, después de haberse rodeado de todo lo que mejor podía satisfacer la lubricidad de los otros sentidos, de hacerse contar en esta situación, con todo tipo de detalles, y por orden, todos los diferentes extravíos de la orgía, todas sus ramas, todas sus vicisitudes, en una palabra, lo que en la lengua del libertino se llama todas las pasiones. Es inimaginable hasta qué punto puede variarlas el hombre cuando su imaginación se inflama. La diferencia entre ellos, enorme en todas sus restantes manías, en todos sus restantes gustos, es aún mucho may or en este caso, y quien fuera capaz de fijar y detallar estas desviaciones realizaría tal vez uno de los más bellos trabajos imaginables sobre las costumbres así como uno de los más interesantes. Era fundamental, pues, encontrar unos individuos capaces de describir todos estos excesos, de analizarlos, de desarrollarlos, de detallarlos, de graduarlos, y de situarlos por medio de un relato interesante. Tal fue, en consecuencia, la decisión que tomaron. Después de innumerables búsquedas e informaciones, encontraron a cuatro mujeres muy experimentadas (es lo que hacía falta, en este caso la experiencia era lo más esencial), cuatro mujeres, digo, que, habiendo pasado su vida en el libertinaje más absoluto, eran capaces de ofrecer una explicación exacta de todas sus investigaciones. Y, como habían procurado elegirlas dotadas de una cierta elocuencia y de una inteligencia adecuada a lo que se exigía de ellas, después de hablar y rememorar, las cuatro fueron capaces de colocar, en las respectivas aventuras de sus vidas, todos los extravíos más extraordinarios del libertinaje, y esto en un orden tal que la primera, por ejemplo, situaría en el relato de los acontecimientos de su vida las 150 pasiones más sencillas y los extravíos menos rebuscados o más vulgares; la segunda, en el mismo marco, un número igual de pasiones más singulares y de uno o varios hombres con varias mujeres; la tercera debía introducir igualmente en su historia 150 manías de las más criminales y de las más ultrajantes para las ley es, la naturaleza y la religión; y como todos estos excesos llevan al asesinato y los asesinatos cometidos por libertinaje varían hasta el infinito, y tantas veces como diferentes suplicios adopte la imaginación inflamada del libertino, la cuarta debía añadir a los acontecimientos de su vida el relato detallado de 150 de estas diferentes torturas. Durante ese tiempo, nuestros libertinos, rodeados, como y a he dicho al principio, de sus mujeres y después de varios objetos diferentes de toda índole, escucharían, se calentarían la cabeza y acabarían por apagar, con sus mujeres o con estos diferentes objetos, el incendio que las narradoras habrían producido. Nada hay sin duda más voluptuoso en este proy ecto que la manera lujuriosa con que se efectuó, y tanto esta manera como los diferentes relatos formarán esta obra, por lo que aconsejo, después de esta exposición, a todo devoto que la abandone inmediatamente si no quiere sentirse escandalizado, pues y a ve que el plan es poco casto, y nos atrevemos a replicarle de antemano que la ejecución todavía lo será menos. Como las cuatro actrices que de aquí se trata desempeñan un papel muy esencial en estas memorias, creemos, aunque debamos excusarnos ante el lector, estar también obligados a describirlas. Contarán, actuarán: ¿es posible, después de eso, dejarlas desconocidas? Que nadie espere retratos de belleza, aunque hubo sin duda la intención de utilizar tanto física como moralmente a estas cuatro criaturas. De todos modos, no eran sus atractivos ni su edad los que aquí decidían: únicamente su ingenio y su experiencia, y, en este sentido, era imposible estar mejor servido de lo que se estuvo. MADAME DUCLOS era el nombre de la encargada del relato de las 150 pasiones simples. Era una mujer de cuarenta y ocho años, todavía bastante lozana, que conservaba grandes restos de belleza, ojos muy bonitos, la piel muy blanca, y uno de los más hermosos y más rollizos culos que cabía ver, la boca fresca y limpia, el seno soberbio y bonitos cabellos oscuros, la cintura gruesa, pero alta, y todo el aire y el tono de una mujer distinguida. Como veremos, había pasado toda su vida en unos lugares donde había podido estudiar muy bien lo que iba a contar, y se veía que lo haría con ingenio, facilidad e interés. MADAME CHAMPVILLE era una mujerona de unos cincuenta años, delgada, bien formada, con el aire más voluptuoso en la mirada y en el porte; fiel imitadora de Safo, lo demostraba en los más pequeños movimientos, en los gestos más simples y en las más mínimas palabras. Se había arruinado manteniendo mujeres, y sin este gusto, al que sacrificaba generalmente todo lo que ganaba en la vida, habría disfrutado de muy buena posición. Había sido mucho tiempo prostituta y, desde hacía unos cuantos años, desempeñaba a su vez el oficio de alcahueta, pero se limitaba a un cierto número de parroquianos, todos ellos consumados viejos verdes; jamás recibía jóvenes, y esta conducta prudente y lucrativa apuntalaba un poco sus negocios. Había sido rubia, pero un tinte más prudente comenzaba a colorear su cabellera. Sus ojos seguían siendo muy bellos, azules y de una expresión muy agradable. Su boca era hermosa, todavía fresca y al completo; nada de pecho, el vientre bien, sin más, el pubis un poco alto y el clítoris sobresaliente más de tres pulgadas cuando estaba caliente: acariciándola en esta parte, no se tardaba en verla desfallecer, y sobre todo si el servicio se lo prestaba una mujer. Su culo era muy fofo y muy gastado, totalmente fláccido y ajado, y tan curtido por unos hábitos libidinosos que su historia nos explicará, que podía hacerse con él cualquier cosa sin que ella lo sintiera. Algo muy singular, y seguramente muy excepcional sobre todo en París, es que era virgen por ese lado como una muchacha que sale del convento, y tal vez, en la maldita orgía en que se metió, y en la que se metió con personas que solo querían cosas extraordinarias y a las que por consiguiente esa gustó, quizá, digo y o, sin esa reunión, su singular virginidad hubiera muerto con ella. LA MARTAINE, abuelita de cincuenta y dos años, muy fresca y muy sana y dotada del más enorme y más bonito trasero que pueda tenerse, ofrecía absolutamente la aventura contraria. Había pasado su vida en el desenfreno sodomita, y estaba tan familiarizada con él que solo experimentaba placer por ahí. Como una deformidad de la naturaleza (estaba obstruida) le había impedido conocer otra cosa, se había entregado a este tipo de placer, arrastrada tanto por la imposibilidad de hacer otra cosa como por los primeros hábitos, mediante lo cual proseguía con esta lubricidad en la que se dice que todavía era deliciosa, arrostrándolo todo, sin miedo a nada. Los más monstruosos instrumentos no la asustaban, los prefería incluso, y la continuación de sus memorias nos la presentará quizá combatiendo valerosamente todavía bajo las banderas de Sodoma como la más intrépida de las sodomitas. Tenía unas facciones bastante graciosas, pero un aire de languidez y de decaimiento comenzaba a marchitar sus encantos, y, sin la gordura que ay udaba a sostenerla, y a habría podido pasar por muy deteriorada.